Así empieza

PREFACIO


Corría el año 1539. Michel deambulaba por la campiña francesa sanando a sus compatriotas. La peste acababa de arrebatarle a su esposa e hijos y la desesperación lo impulsaba a utilizar los estudios de medicina en pro de evitar que una desgracia similar se cerniera sobre otras familias. Por aquel entonces poseía ya una visión de la vida adelantada a su tiempo, su espíritu libre volaba veloz ante el retraso de la sociedad y su prolífera mente estaba a punto de despertar al destino reservado para él. Durante su constante devenir entre los caminos había adquirido grandes conocimientos terapéuticos a partir de las plantas y se había curtido en las artes ocultas y cabalísticas gracias a largas conversaciones con místicos peregrinos al cobijo de la hoguera.
Esa fresca mañana otoñal, Michel avanzaba por la alfombra de hiedra que se adentraba en un espeso bosque donde el silencio sólo era interrumpido por el murmullo anunciador de un riachuelo cercano. Las aspas del sol formaban barras de luz horizontal que se colaban por entre el follaje de altos árboles azotados por el viento y conferían un verdor esplendoroso a las mil hierbas y matorrales que tapizaban el suelo. A lo lejos, una mujer vestida con andrajos caminaba despacio. Tras el duro viaje desde su España natal en busca de Michel, por fin estaba a punto de alcanzarlo. Eran tiempos distintos, recorrer la distancia entre los dos países significaba un desafío a las adversidades climáticas y a los interminables kilómetros a pie por los Pirineos. Marta llevaba mucho tiempo preparándose para ese encuentro y, a sus dieciocho años, era una joven fuerte y dotada de la habilidad necesaria para sortear todos los escollos. Conocía de sobra los riegos ocultos de su cometido y los acataba con agrado. Ellos eran la piedra angular de un futuro muy lejano, su encuentro era inevitable, necesario, importante.
A escasos metros de distancia, Marta se detuvo un instante, el corazón se había revelado como un furioso tambor que aporreaba la caja torácica. ¡Llevaba tantos años esperando ese momento! Varias lágrimas de emoción cuajaron en sus ojos color avellana y cruzaron suntuosos caminos en el rostro ovalado, donde sus rasgos desiguales conferían una belleza exótica a aquella tez bronceada gracias a las largas caminatas bajo la justicia del sol. La nariz era tan recta que parecía la reencarnación de un triángulo, se abría bajo dos inmensos ojos de cuenca alargada coronados por unas cejas demasiado pobladas. El viento despeinaba la cabellara negra azabache que caía lacia sobre la rectitud de sus hombros.
Marta levantó la mano a modo de saludo, el pulso se resistía a moverse sin ser presa de innumerables tembleques al descubrir la inteligencia en la mirada serena de Michel, la perfección de sus facciones ensombrecidas por la desgracia y su firme determinación de erradicar la epidemia que azotaba a la indefensa población.
 -Vaya con dios, señora.
Michel se detuvo a observarla embelesado. El cuerpo recubierto con ropajes raídos y sucios mostraba una delgadez extrema, se la adivinaba exhausta, al borde de la inanición, sin embargo su hermosura deslumbraba. A pesar de la ropa mohosa exhalaba un suave aroma a limpio, como si acabara de bañarse en agua de rosas.
-Buenos días, caballero.
Marta se acercó con las pupilas centelleantes. El estómago se le comprimió de impresión cuando Michel la abrazó poseído por una fuerza sobrenatural, como si el mundo se hubiera convertido en una única necesidad: la de abrazarla, poseerla y hacerla suya. Sobraban las palabras. Fue un amor repentino, una lujuria dictada por el destino, y ambos cedieron a la pasión bajo la sombra de los árboles, donde yacieron como un solo ser durante largas horas.

El sol de la tarde empezó a ocultarse tras las colinas. Michel, agotado por el lance amoroso, se dejó mecer por el sueño con el cálido cuerpo de Marta arrebujado a su lado. Se había enamorado locamente de aquella muchacha y sentirla tan cerca reconfortaba su alma herida por las desgracias que la vida le había deparado. A partir de ese instante hallaría la felicidad perdida, ya nada podría arrebatarle la dicha.
Marta permaneció despierta mientras el cielo se teñía de oscuro y las estrellas ocupaban el firmamento apenas manchado por unas nubecillas. Necesitaba prepararse para otorgar a Michel el poder que algún día el fruto de su efímero encuentro utilizaría para salvarse de las garras del mal. Le costaba rendirse a los designios del destino y abandonar la calidez de su amado para perderse en la soledad del regreso, porque significaría renunciar al verdadero amor. Con una pesadez inusual en las articulaciones, se levantó y cubrió su desnudez con los miserables ropajes que aparecían esparcidos en el suelo. Hacía frío, un viento gélido se había despertado para acariciar a los habitantes del bosque. Marta sintió cómo un escalofrío recorría cada átomo de su cuerpo, se abrazó con las manos para deshacerse del helor, pero se resistió a abandonarla. Observó largamente el cuerpo de Michel tendido sobre la hierba y le tapó el torso con su camisa. Era un hombre de 36 años con el dolor de la tragedia escrito en las facciones. El vello cubría los pectorales y le proporcionaba una apariencia tan viril. ¿Cómo iba a ser capaz de abandonarlo? Exhaló un profundo suspiro antes de sacudirse la nostalgia, su deber era cumplir la segunda parte de la misión y desaparecer.
Se acercó con sumo cuidado al atajo que había llevado a la espalda en sus largos meses de viaje y buscó entre las pertenencias la carta donde se despedía de él, la que había escrito meses atrás en la mesa de madera al pie de las montañas españolas con la mirada perdida en las fantasías sobre ese instante que estaba viviendo, cuando le parecía un sueño intangible, pero ahora, tras dejarse arrastrar por los la fiereza de su amor, se le antojaban palabras huecas, simples migajas de sus verdaderos sentimientos. Se acuclilló frente a Michel y le acarició el pelo en un gesto cargado de ternura antes de dejarle la carta sujeta entre los dedos dormidos.
Sin perder más tiempo se levantó, debía encontrar la manera de enterrar la desolación y entregarse de lleno a su función. Una vez terminara el ritual, Michel recibiría el mayor de los regalos. Volvió a revolver en el atajo hasta encontrar los dos cofres de madera labrada que contenían cuatro gemas piramidales de un intenso color carmín, las acarició con delicadeza. Los sonidos nocturnos del bosque quedaron amortiguados por las inteligibles frases en un idioma extraño que brotaron de su boca mientras formaba un rombo con las piedras alrededor del cuerpo de Michel. Las pupilas de Marta emitían destellos de complicidad que la internaban en un extraño trance. Sin enmudecer, alzó las manos vacías hacia el cielo y empezó ha hablar en voz baja, pronunciando cada palabra con entonación melódica. Entonces ocurrió: el tiempo se detuvo, el bosque enmudeció, las nubes quedaron inertes en su lugar, las hojas de los árboles dejaron de crepitar, los animales se paralizaron en medio de un movimiento concreto e incluso el viento cesó. Los rubís emitieron unos débiles rayos que se unieron para dibujar un perfecto rombo. El canto de Marta se escuchó nítido en medio del silencio mientras Michel se removía sobre la hierba, acababa de recibir el poder de su estirpe.  
     -Amor mío -susurró Marta cuando la naturaleza retomó su curso-. Acabo de otorgarte el mayor de los dones, utilízalo para el bien y traza el mapa para nuestros futuros descendientes. Es tu misión en la vida.
      Le mandó un beso, recogió sus enseres y se internó en la espesura de la noche con la amarga sensación de pérdida como compañera.
           
        A la mañana siguiente, Michel descubrió el sobre en su mano derecha y la ausencia de Marta. El dolor le atravesó el corazón. ¿Dónde estaba Marta? No podía resignarse a perder el amor, no cuando sabía que su felicidad dependía de ella. Corrió al cauce del riachuelo que la tarde anterior anunciaba su presencia con el murmullo incansable del agua en busca de su amada, pero al sentarse frente a la cuenca contempló la soledad de la madrugada. Por un instante le pareció descubrir el reflejo de Marta junto al suyo, como si el espejo del agua pudiera devolverle sus íntimos deseos, sin embargo ella se había perdido en la inmensidad de la noche para dejarlo con un vacío en el corazón. ¿Se podía amar tan locamente a primera vista? Arrugó el sobre entre sus dedos temblorosos antes de rasgarlo para descubrir el contenido, acababa de comprender que jamás volvería a verla y que se resignaría el resto de existencia a recrearla como un amor inalcanzable.

"Querido Michel,

       Nuestro encuentro ha sido breve, pero intenso, te amaré el resto de mis días. Búscame a través de la bóveda celeste.
Me llevo el mejor de los regalos. Prometo guardarlo con cariño.
A partir de este momento descubrirás tu legado. Úsalo siempre para bien y, cuando estés preparado, traza el camino para las futuras generaciones.
Ambos hemos sido predestinados para una importante misión. Nuestro encuentro es el inicio.
     Me voy con inmensa tristeza en el corazón y anhelando un imposible reencuentro.

Te quiere,

Marta"
           
      Constituían un puñado de frases sin sentido escritas en francés, con una letra pulcra y erudita, como si Marta perteneciera a una familia acaudalada que hubiera podido costearle una educación. ¿Era eso posible? Pocas mujeres lograban superar el analfabetismo imperante en aquella época y Marta no parecía provenir de una clase social demasiado elevada. Además, su acento denotaba sin lugar a dudas su procedencia extranjera. ¿Cómo había logrado dominar su lengua con tanta perfección? Michel meneó la cabeza varias veces en un gesto de exasperación: a pesar de su deseo inequívoco de desembarazarse de las dudas, comprendió que jamás lograría desentrañar el misterio de la muchacha con una extraña marca de nacimiento en el lugar exacto donde termina la espalda: un diminuto rombo rojizo.
     Abatido por la ausencia reanudó el periplo por la Francia rural sin abandonar la lucha contra la peste. A partir de ese momento se sorprendió añorando a Marta a cada segundo, no lograba apartarla de su mente ni los interrogantes que le surgían al revisar la manoseada carta una y otra vez. ¿Qué regalo le había otorgado? ¿Cómo iba a buscarla a través de la bóveda celeste? ¿Quién era aquel ángel que había irrumpido en su vida para quedarse con su corazón para toda la eternidad?         Tiempo después sus pasos lo condujeron a Italia, cerca de las puertas de Ancona. Era un día preñado de nubes amenazantes, los relámpagos anunciaban la llegada de la tempestad rompiendo la oscuridad del cielo encapotado. Michel deambulaba sin rumbo por una pradera donde el verdor de los campos se extendía más allá del horizonte. Empezó a lloviznar, con una lluvia fina que se posaba sobre la alfombra de hierba y producía un fresco aroma a naturaleza. Michel divisó un grupo de monjes franciscanos que caminaba tranquilo por el paraje, fue en ese instante cuando recreó el rombo rojizo en la espalda de Marta y la revelación acudió como un rayo de luz. Se acercó a los monjes sin dudar un instante y se arrodillo ante Felice Peretti.
      -Su Santidad.
      El joven monje le rogó que se levantara.
      -Gracias por tan generoso gesto, pero soy un humilde siervo del señor y no merezco tal grado de consideración.
     Michel se quedó quieto en el lugar durante largas horas, la lluvia se había convertido en un torrente incesante de agua que mojaba sin piedad a aquel hombre postrado, con la mirada perdida en el lugar donde los monjes habían desaparecido, con el oscuro presagio de reconocer el don otorgado por Marta, un don condenado por la iglesia, perseguido por la inquisición, pero inspirado por Dios.
    Cuando años después Felice Peretti fue nombrado Papa, se cumplió con éxito la primera de las profecías que lo harían famoso a través de los siglos.
                       
    Ocho meses y medio después del encuentro, Marta caminaba despacio por los Pirineos catalanes; en pocas jornadas alcanzaría su pueblo natal. Despuntaba julio con sus llameantes mañanas bajo el sol, el bebé llegaría en pocas semanas y ella deseaba llegar a tiempo junto a los suyos. El amor había dejado una huella impresa en su corazón, que ahora palpitaba de añoranza. ¿Cómo iba a vivir después de renunciar al hombre que copaba sus sueños desde su despertar al raciocinio? ¿Cómo, tras probar el éxtasis de su cercanía y engendrar la semilla de su futuro?
      La familia de Marta vivía sumida en la incertidumbre, cada mañana se arremolinaba ante la ventana de su casa, una ventana con el marco de madera que recibía una luz blanca, cristalina, centelleante, una luz que les debía traer el destino de la misión encomendada. 
Desde esa ventana escudriñaban la falda de la montaña en busca de la figura recortada de Marta, pero los meses iban sumando días sin noticias. ¿Habría logrado su cometido?
Una madrugada la descubrieron caminando en lo alto de la colina, con una enorme barriga que mostraba su estado de buena esperanza. Salieron corriendo al exterior, sin ocultar sus gritos de júbilo ni sus sonrisas radiantes.
Marta paró un segundo y usó las manos a modo de visera para otear desde lo alto, cuando descubrió la bonita estampa familiar las piernas iniciaron una carrera. Estaba cansada y débil, la pena la acompañaba, pero la grata postal la animó. Sus labios perfilaron una sonrisa, la diminuta nariz se arrugó y las pupilas brillaron de felicidad.




PRIMER CAPÍTULO

Era una fresca madrugada de octubre, el aire salado traía pequeñas gotas de mar que se desprendían del rompeolas para impactar contra mi cara descompuesta. Llevaba horas sentada en una roca con la mirada fija en la lejanía, recorría con la mirada la extensa planicie del mar sereno y ennegrecido con mis dos hijos mayores, Ángel y Agustí, llorando desconsolados sobre mis hombros. No me sentía preparada para girarme ni para abordar la realidad, así que me mantuve inmóvil y dirigí la mirada hacia la luz parpadeante del faro de las Illes Formigues. Cuando su reflejo se posó un breve segundo sobre la inmensidad del Mediterráneo, distinguí con claridad dos rostros muy juntos en su haz.
Extrañada, sacudí la cabeza. Al volver a mirar, el faro había detenido su movimiento, el silencio dominaba el lugar y las caras permanecían grabadas sobre el agua, como dos retratos trazados en el lienzo marino. Intenté moverme, pero algo me lo impedía; quise gritar, pero los sonidos se quedaban atragantados en las cuerdas vocales; deseé percibir algún rumor, pero el tiempo se detuvo unos instantes y me encontré con los ojos fijos en aquellas dos caras. Eran un hombre y una mujer procedentes de un pasado remoto; me sonreían con un brillo especial en sus pupilas incoloras, como si intentaran transmitirme un mensaje que yo no lograba dilucidar. La muchacha, con aquel rostro ovalado y dos enormes ojos redondos que dominaban una faz de facciones desiguales, parecía que hubiera adelantado el reloj de la edad y se me presentara como una recreación de mis futuros rasgos. El hombre, de edad madura, tenía los cabellos blancos, el rostro alargado y la barba espesa. Sobre los labios sobresalía un bigote curvado en ambos lados. La gran nariz, con relieve inconstante, se enganchaba a unas cejas en forma de U que resaltaban las cuencas de unos ojos rasgados. Se tocaba con un anticuado sombrero cuadrado.
A pesar de durar unos segundos, la visión me pareció eterna.

-Marte, sigue las huellas del pasado -susurraron al unísono antes de desvanecerse entre las olas.
           
Cuando noté el firme apretón de la mano de Martí, mi hermano mayor, sobre el hombro derecho, todo volvió a la normalidad. Ángel y Agustí se levantaron despacio, como si las articulaciones se hubieran regado con sal marina y la sangre no les circulara con normalidad, e iniciaron la caminata protegidos por los robustos brazos de su tío.
Me enderecé sacudiendo los últimos vestigios de irrealidad, volví a mirar varias veces en la dirección donde segundos antes dos caras me hablaban y sacudí la cabeza para desprenderme de la sensación de haber presenciado una aparición, estaba demasiado alterada para pensar con claridad, así que lo achaqué al estado de shock. Apartar la mirada del Mediterráneo supuso un reto, no deseaba encontrarme cara a cara con la atrocidad del crimen y me consolaba pensando que si no lo miraba conseguiría aniquilarlo. Sin embargo, nada podía devolverme la tranquilidad perdida. Cuando dejé el amparo del mar, el aire gélido de la noche se coló por mi abrigo hasta penetrar en el escotado vestido que lucía con soltura unas horas antes. ¿Había sido real o una pesadilla? Con los ojos cerrados suspiré varias veces y, al fin, recorrí la distancia hasta las escaleras con tino de no enganchar los talones en las rocas.           
Encararme con los cuerpos sin vida de mis padres, que yacían sobre el cemento con dos charcos rojos atestiguando su muerte, y el indescifrable mensaje que mi progenitor dejó anotado con su propia sangre en la losa: X 72 dentro de un rombo, desató un bombeó inusual de sangre. Corrí escaleras arriba con un desagradable mareo como compañero. La intermitente luz roja del coche policial iluminaba a intervalos la pared blanca de la derecha, varias arcadas se precipitaron por el tubo gástrico, como si el dolor que me corroía pudiera desaparecer al arrojarlo en los peldaños. Las lágrimas, que durante dos horas se habían negado a acudir a los ojos, brotaron con una facilidad pasmosa, como si fueran un torrente por donde se escapaba la desesperación que me asolaba y nada salvo el llanto pudiera lidiar con el dolor abrupto de saberse huérfana.
Entré en casa sin dejar de sollozar, y me arrastré hasta el salón, donde la estela de una alegre fiesta de cumpleaños me pareció lejana e irreal. ¿De verdad estaba bailando despreocupada sólo unas horas atrás? Las bebidas y los canapés habían desaparecido de la mesa, ahora ocupada por las manos de mi hermana menor, Mar. Me indicó con un simple gesto que ocupara una silla a su lado, como siempre mantenía un calculado control de la situación.
Inmersa en mi propio dolor, apenas tuve tiempo de observar el aspecto del salón donde los restos de la fiesta se difuminaban con la presencia de tres policías de uniforme junto a un hombre alto, de unos cuarenta y pico, que parecía extranjero. Era de complexión musculosa y lucía un impoluto traje gris marengo de pantalones estrechos y enjuta americana que se abría sobre un jersey azul marino de cuello vuelto. A pesar de los lagrimones que no cejaban en el empeño de nublarme la vista, me fijé en los zapatos: eran una especie de bambas de ante marrón con suela de goma que no cuadraban con la seriedad de su indumentaria. Subí la mirada hasta encontrarme con dos rasgados ojos grisáceos que aparecían opacos en una mueca de desagrado. Sus labios se torcían arrugando un poco la gran nariz de abombado relieve. El entrecejo, dominado por las finas y encorvadas cejas negras, se fruncía. Llevaba el pelo encanecido muy corto sobre el rostro cetrino.
Cuando empezó a andar hacia la mesa en absoluto silencio, sentí una extraña atracción hacia él, y digo extraña porque no hacía ni cuatro horas que mi marido se había ido, además, ¿cómo podía atraerme alguien en aquellas circunstancias? Me percaté entonces de que el torrente de lágrimas había menguado, como si observarle fuera un potente bálsamo. El hombre se sentó frente a mí sin proferir sonido alguno, con los ojos fijos en los míos, como si él también sintiera esa extraña atracción. El sonido de sus dedos repicando nerviosos sobre la mesa me intranquilizó. Para esquivar su mirada desvié la mía a los grandes ventanales de madera verde manzana abiertos hacia adentro, en la terraza dos policías estaban recabando pruebas para el informe pericial. No logré superar la confrontación visual con el lugar de la masacre, era demasiado doloroso como para no disparar de nuevo la tormenta que arreciaba en mi corazón. Cerré los ojos apretando las pestañas, como si ignorar la realidad fuera a desintegrarla. Recuerdo que una ráfaga de aire helado traspasó la estancia para erizarme la piel, me apretujé el abrigo con las manos y abracé mi tembloroso cuerpo.
Durante la espera de Martí me abstraje del presente. La pena estaba empezando a invadirme y la ansiedad de no conocer el paradero de Ángela menguaba mi capacidad de raciocinio. No sé cuanto tiempo pasamos en silencio, con Mar a mi lado y el desconocido frente a nosotras. Mi llanto descontrolado, junto al ruido de sus dedos sobre la mesa, impregnaban los sonidos del equipo forense. Al fin, incapaz de distanciarme del recuerdo, me apoyé sobre el hombro de mi hermana.
           
-Los chicos están en la cama. No te preocupes, Marta, Gloria se ocupará de ellos.
La voz de mi hermano me devolvió a la realidad. Cuando entró con pasos decididos y se sentó en una silla me incorporé sin que cesara la letanía de lágrimas que cristalizaban en mis ojos. Formábamos un extraño trío, las dos torres, altas y fuertes, flanqueaban a una menuda muchacha de metro sesenta, complexión normal y redondeada cara de rasgos desiguales. El largo cabello moreno aparecía lacio hasta fundirse con la ropa. Los ojos castaños derramaban la inmensa pena que consumía mi alma y la mano libre temblaba sobre la mesa. Imagino mi destartalado aspecto: el rimel corrido, el terror plasmado en el rostro enjuto y el pelo, antes sujeto con unos clips de brillantitos, enmarañado sobre la frente fundiéndose con mis espesas cejas y enganchado a la piel mojada por el llanto. Sorbí por la nariz, el desconocido me ofreció un pañuelo de papel.
-Ahora que están los tres, me presentaré. Soy Mick Harris, agente del cuerpo federal de los Estados Unidos de América.
Mar alargó la mano y estudió con minuciosidad la placa que Mick acababa de sacarse de la pechera de la americana. Mis hermanos trabajaban juntos en un reputado despacho de investigadores privados fundado por Martí dos décadas atrás, ambos poseían la preparación necesaria para verificar la autenticidad de las credenciales de Mick; además, Mar, en el transcurso de sus estudios universitarios, cursó tres seminarios de criminología forense en Chicago. Con un simple gesto de cabeza ambos se mostraron de acuerdo en cuanto a la condición de Mick.
-Dígame, agente Harris, ¿qué interés tiene el FBI en el asesinato de mis padres?
-Ninguno en especial.
Martí levantó una ceja en un gesto muy propio de él y escrutó a aquel personaje con una mirada cargada de desconfianza.
-Debería argumentar la insistencia en vernos a solas y exponer de una manera concisa el motivo que le ha traído aquí. Comprenderá que en estos momentos estemos extremadamente cansados y sin ganas de contestar un interrogatorio ajeno al asesinato de mis padres y al rapto de mi sobrina.
-Es un asunto delicado, señor Noguera. Por respeto a su profesión les he pedido que se unan a la conversación, pero mi interés se basa exclusivamente en su hermana Marta.
-¿Qué he hecho yo?
-Estar casada con un presunto terrorista.
-¡Imposible!
No pude reprimir una voz histriónica. ¿Ángel un terrorista? Supongo que seguía obcecada en no creerme nada de lo sucedido, así era más fácil traspasar los minutos sin caer en un pozo demasiado negro para sobrevivir en su interior.
Martí se puso en pie de un impulso, como si necesitara ejercitar los músculos para relajar la tensión, y caminó inquieto por el reducido espacio delante de la mesa.
-Supongo que justificará la acusación con algo más que palabras.
-Llevamos varios años investigando las vinculaciones secretas de señor Ponsard con bandas terroristas internacionales y tenemos razones de peso para creer en su implicación en el atentado de las Torres Gemelas.
-¡No! -grité desolada-. Agente Harris, está usted hablando del hombre que duerme a mi lado hace veinte años, del padre de mis hijos.
-Señora Noguer…
-¡No quiero escucharle! -Me tapé las orejas con las manos en un gesto infantil-. Ángel es un catedrático de la Universitat de Barcelona y dirige su propio negocio de traducciones. Yo misma he trabajado para él en varias ocasiones. Además, tiene una gran reputación dentro del mundo de las letras gracias a sus muchos libros sobre lenguas clásicas. ¡No es un terrorista! Yo lo sabría.
-¿Qué sabe usted de su pasado? ¿Y de sus padres? ¿Cuántas veces viaja sin dar explicaciones? ¿Nunca ha sido intrigante con sus cosas personales? ¿Está usted segura de que en el fondo no ha intuido esa faceta de su marido?
-¿Qué insinúa? -lo cortó Mar con una fría mirada.
-Yo no insinúo, afirmo.
Mick se agachó con agilidad para rescatar un maletín de cuero marrón que descansaba junto a la silla. Recuerdo el estremecimiento de mi cuerpo al escuchar la cremallera abrirse y el bombeo de sangre en las sienes que me anunciaba un ataque de ansiedad al contemplar la carpeta roja con el nombre de Ángel escrito en la solapa. Martí se le arrebató a Mick con un gesto brusco. Con las manos sobre las orejas, cerré los ojos y empecé a recordar extrañas llamadas a altas horas de la noche, repentinos viajes en busca de datos para libros, su enigmático comportamiento cuando entraba por sorpresa en su despacho y las evasivas al intentar sonsacarle algo sobre un trabajo concreto. Las dos caras aparecidas en el mar se reflejaron de nuevo en mi mente; ambas afirmaban con rotundidad, como si conocieran el resquemor que empezaba a invadirme.
Algo me impulsó a levantarme de un salto y correr hacia el balcón, como si la respuesta a aquella angustia que me oprimía estuviera al aire libre, pero al encaramarme a la barandilla y toparme con la visión de los cuerpos de mis padres en el cemento, me derrumbé.
-No he hecho nada para salvarlos.
Apenas me percaté de los brazos de Martí rodeándome por los hombros y volviendo a sentarme en la mesa. Temblaba presa de escalofríos que subían por la espina dorsal. La escena se recreó nítida en mi mente de nuevo, sin dejar espacio al consuelo de olvidarla, porque había sucedido de verdad y nada podría devolverme la vida de mis padres ni la serenidad tras haber presenciado su asesinato.
-Me he quedado allí quieta, sin reaccionar y él los ha matado impunemente delante de mis narices. ¿Cómo he podido ser tan cobarde?
-No podías hacer nada, es más fuerte que tú.
-¡Eso es lo qué he hecho! ¡Nada! Mientras él los mataba y se llevaba a mi niña me he quedado paralizada, se lo he permitido sin luchar.
Mick se arrodilló, me levantó la barbilla y, cuando nuestros ojos estuvieron a la misma altura, me sonrió con ternura.
-No podía hacer nada para detenerle, si se hubiera enfrentado a él quizás estaríamos lamentando otra muerte.
-¿Y qué pretende que haga ahora? Tiene a Ángela y ha matado a mis padres, si realmente es un terrorista internacional, como usted insinúa, ¿qué le impide dañarla?
-Entiendo que todo esto le resulte muy duro, pero debe tener fe en los cuerpos de la ley, atraparemos a su marido y le devolveremos a su hija, se lo prometo.
-¡No lo entiende! Todo esto es por mi culpa, por quedarme paralizada de miedo mientras él los tiraba por el balcón y se reía de mí, por no salir tras él para impedirle llevarse a Ángela de la cama. ¡Sólo tiene cinco años! ¿Qué clase de padre es?
-Quizás debería mirarlo desde otra perspectiva, su marido ha vivido con usted demasiados años para engañarla en lo fundamental. Si él no quisiera a la niña, usted lo sabría.
-También quería a mis padres y los ha tirado por el balcón. ¿Cómo puedo estar segura de que no hará lo mismo con Ángela?
-No le hará daño, créame.
Martí se levantó de repente con varios documentos de la carpeta en la mano, con el dedo índice apuñalaba el vacío, una vena latía furiosa bajo su ojo derecho. Mick se irguió a su nivel y aguantó impertérrito la mirada acerada de mi hermano.
-¡Es increíble! Ángel lleva veinte años casado con Marta y según estos documentos no lo conocíamos en absoluto, es como si me hablaran de otro hombre. ¿Cuáles son sus fuentes?
-El caso es muy complejo y empezar a analizar las fuentes carece de relevancia en estos momentos.
 -No lo veo así -replicó Mar-. Tenemos derecho a contrastar los datos con las fuentes para asegurarnos de su veracidad.
 -Señorita, el tiempo apremia y necesitamos encontrar al señor Ponsard.
-Viene aquí, saca su placa y se cree con derecho de intimidarnos. Estamos en España y en nuestro territorio no tiene jurisdicción.
-Mi hermana tiene razón, quizás debería relajar un poco el tono y empezar a ofrecernos respuestas, no tenemos ninguna obligación de ayudar en una investigación del cuerpo federal estadounidense. -Martí hablaba a cuchilladas.
Durante un largo instante los tres restaron en silencio, midiendo sus respectivas fuerzas. Al fin, Mick volvió a sentarse y mis hermanos lo imitaron.
-Hagamos un trato, yo les cuento todo lo que sé y ustedes hacen lo propio.
-Muy bien -convino Martí-.  ¿Empezamos por sus fuentes?
-¡Así no llegaremos a ninguna parte! He compartido voluntariamente la información, lo único que espero a cambio es un poco de colaboración.
 -Parece mentira. -Martí se levantó amenazante y se situó delante del federal. Ambos eran de la misma estatura y se sostuvieron la mirada hostil-. ¿Se cree Dios? ¿Está convencido de que su placa le otorga superioridad? ¿Qué todos debemos inclinarnos ante el poder yanqui? Déjeme decirle algo, somos personas y tenemos nuestros derechos. Usted no puede lanzar una bomba así sin ofrecernos datos para verificarla.
  -No me creo Dios ni tampoco he venido en son de guerra. Su cuñado es muy listo, también se ha saltado nuestra vigilancia.
 -¿Y piensa que presentándose aquí con toda esta mierda… -Tiró los papeles al suelo y remató- … caeremos rendidos a sus pies?
 -¡Ya basta! -Me levanté de un salto-. Ya está bien de discutir y amenazar, pelear no nos devolverá a los papás ni nos dirá dónde encontrar a Ángela.
-Tampoco escuchar a este fantoche.
-Martí, creo que Mick ha venido a ayudarnos.
-¿Qué te pasa? Un tío te suelta que Ángel es un terrorista, ¿y tú le defiendes?
-No, yo no defiendo a nadie. ¿Acaso has olvidado que era yo la que estaba en el balcón cuando los ha empujado por la barandilla? He visto sus ojos cargados de ira, su expresión de maldad. ¿No te das cuenta? Ángel nos ha engañado a todos, lleva engañándonos desde que lo conocí.
-Marta… -Mi hermano se detuvo preso de su propio dolor.

Entrecerré unos instantes los ojos. Las dos caras del mar irrumpieron en mi mente, como si con su presencia me ayudaran a reconstruir la película del suceso mientras enterraba cualquier otro atisbo de racionalidad cerebral. Cuando empecé a hablar fue como si el reloj hubiera girado hacia atrás y yo pudiera revivir cada instante. Recordé entonces la extraña sensación al entrar en la habitación de Ángela con la intención de acostarla, un golpe de viento helado me había erizado el vello del cuerpo como si el oscuro presagio del asesinato acabara de colarse por la ventana de la habitación.      
Ángela estaba sobreexcitada, era muy tarde para ella, y había necesitado un par de cuentos para dormirse. Lo cierto es que al bajar por las escaleras había tenido un mal presentimiento, no puedo explicarlo con facilidad, sólo eran unas cosquillas en el estómago, como si la comida se me hubiera revuelto. Al entrar al salón me había reído de mí misma, seguro que todo se debía a la emoción de la fiesta sorpresa; los invitados bailaban y charlaban alegremente, nada parecía corroborar el presentimiento de que algo malo iba a suceder. Me acerqué al bar para servirme una copa de cava con la equivocada impresión de que el alcohol relajaría las cosquillas, pero tras cuatro tragos me quedé paralizada. ¿Dónde estaba Ángel? Era como si lo único importante fuera encontrar a mi marido.
¡El balcón! Al clavar la mirada en la carpintería entrecerrada las cortinas se movieron, entonces corrí como una posesa hacia allí. Una vez en el balcón reprimí un grito de angustia al descubrir la realidad: Ángel estaba lanzando a mamá por la barandilla. Dí un paso hacia él para detenerlo, papá le sujetaba la espalda, pero mi marido fue más rápido y mamá cayó al vacío. Me quedé petrificada en una esquina, observando el inevitable forcejeo entre los dos hombres. Deseaba chillar, abalanzarme contra él e impedir que matara a papá, quien, al descubrirme, había esbozado una sonrisa fugaz.
 Ángel ganó el duelo, sin atisbo de remordimiento lo dejó caer para sesgarle la vida. Las últimas palabras de papá me habían llegado ahogadas: « ¡Marte, sigue las hullas del pasado!» Luego un ruido sordo había atestiguado el impacto de su cuerpo contra el cemento. Me vi allí plantada, con las palabras secas en la garganta, sin movimiento en las articulaciones. Ángel se encaminó hacia la puerta con total impunidad. «Adiós Marta», me había dicho con ironía al pasar por mi lado.

-¡No lo entiendo! -Abrí los ojos conmocionada por la nitidez con la que había visto la secuencia-. ¿Por qué no le he detenido? ¡No he movido ni un dedo!
Martí suspiró.
-He visto tu cara de pánico cuando has entrado, con la mano señalabas al balcón, divagabas, no parabas de balbucear frases sin sentido. ¿Qué te ha impulsado a salir corriendo?
-Ha sido al escuchar la puerta de la calle, alguien acababa de salir de casa y no podía ser otro que Ángel….

Y volví al cuerpo del pasado reciente mientras mis palabras guiaban a los presentes por los recovecos de mis recuerdos, cuando aquella extraña ansiedad había dirigido mis piernas al recibidor y la necesidad de seguir los pasos que se alejaban por los adoquines hacia El Canadell me impulsaba a correr tras Ángela dormida en los brazos de su padre. Lancé los tacones para correr con mayor soltura al encararme a la realidad: ¡se estaba llevando a mi niña! Empecé a gritar desesperada mientras aceleraba la carrera, jadeaba a causa del esfuerzo y los chillidos cada vez sonaban más roncos. Ángel se había girado un segundo antes de llegar al final del paseo y, con una expresión sarcástica, había accionado el mando a distancia del coche.
Nos separaban apenas diez metros cuando una débil luz me permitió ver como colocaba a la niña en el asiento trasero de nuestro Cívic. Había corrido a su lado, pero era demasiado tarde, el coche salió disparado hacia la carretera sin darme tiempo a alcanzarlo.
Me había quedado quieta dibujando la escena una y otra vez en el cerebro, con la mano estirada hacia la lejanía y un dolor en el corazón que me había secado las lágrimas. Pasados unos minutos volví sobre mis pasos completamente ida. Cuando me encontré con Martí al pie del paseo con mis zapatos en las manos, era incapaz de articular palabras coherentes, en realidad estaba demasiado impactada para procesar los sucesos. Me calcé con un gesto ausente, como si subirme sobre los tacones fuera lo único importante, y me encaminé a la habitación de mi niña donde el peso de la realidad cayó impune sobre mis hombros al contemplar las sábanas revueltas y vacías. Me había estirado en la cama oliendo su colonia, acariciando el rastro de mi hija ausente.
Ángel y Agustí entraron sollozando y me abrazaron. No podía enfrentarme a sus rostros sin admitir mi propia desolación. ¿Cómo iba a consolarlos si no encontraba la forma de consolarme a mi misma? Sin mediar palabra, los envolví con mis brazos para llevarlos al exterior, necesitaba encontrar un sitio donde recrear el hilo de los sucesos y ahondar en mi pena para aceptarla.
     
Abrí los ojos. Martí estaba llorando en silencio mientras Mar aguantaba estoica su dolor. Mick se levantó y me rodeó con sus brazos con una familiaridad discordante en ese instante, sin embargo, me dejé reconfortar por su cercanía.
-Es una historia escalofriante.
-Sí, escalofriante la define muy bien.
Cedí al llanto que me quemaba en la boca. ¡Había sido tan real! Mick volvió a ocupar la silla, inició un nuevo tamboriteo con los dedos sobre la mesa, carraspeó y habló en un susurro. 
 -Necesito que confíen en mí.
 Mar le sostuvo la mirada en un gesto de hastío.
 -¿Por qué deberíamos hacerlo?
 -Porque he venido a ayudarles y nuestros fines son comunes. Yo quiero atrapar a Ángel Ponsard y ustedes recuperar a la niña y castigar al asesino de sus padres. Si trabajamos en equipo todos obtendremos lo que queremos.
 -De acuerdo, pongamos que aceptamos la validez de sus informes. Mi cuñado es un terrorista con una coartada perfecta: esposo y padre cariñoso, reputado en su profesión, querido por su familia y amigos. ¿Por qué se ha descubierto?
  -La verdad, no lo sé. He venido con la intención de aclarar los mismos interrogantes. Después de tantos años en la sombra, actuando con extrema cautela, este cambio de actitud desbarata mis investigaciones.
 -¿Le ha cogido desprevenido? Pobrecito, un superagente del FBI sin sospechoso.
 -Mar, ya basta -la corté-. Te parecerá una locura, pero le creo.
 -¿Cómo puedes creerle?
 -Si hace más de dos horas Mick me hubiera dicho que Ángel era capaz de matar a alguien me hubiera reído en su cara, pero después de todo lo que ha pasado creo que debemos estar abiertos a escucharlo.
 -Está bien, compartiremos la investigación, pero quiero que sepa, agente Harris, que no me cae bien y no me fío de usted ni de su maldito gobierno.
 -¡Basta, Mar! Hemos decidido cooperar, ¡guárdate tu mala leche para otra ocasión!
 Siguieron unos segundos de incómodo silencio que Mick rompió con la propuesta de tutearnos.
-Muy bien, Mick, ahora que nos llamamos por el nombre de pila, ¿qué más deseas saber?
 -La historia completa, toda la información sobre el otro Ángel Ponsard, el marido y padre abnegado, el hombre que ha convivido con Marta dos décadas.
 -¿De qué servirá? -replicó Mar-. Si remueves el pasado Marta sufrirá mucho más y perderemos un tiempo valiosísimo para dedicarlo a atrapar a Ángel.
 Martí arrugó la frente concentrado en analizar los pormenores de la situación.
-Mick tiene razón, si analizamos la vida de Ángel quizás encontremos un hilo del que tirar.
Callé unos segundos para ordenar las ideas. Me entretuve en contemplar la casa de veraneo de mis padres donde siempre habíamos convivido el mes de agosto todos juntos, como la familia bien avenida que habíamos sido. La casa forma parte del relieve costero de Calella de Palafrugell, muy cerca de la famosa Casa Rosa. Sus paredes ocres, con ventanas de carpintería pintada en verde manzana, sobresalen delante del diminuto embarcadero de roca desde donde vislumbré mi historia. De allí arrancan unas empinadas escaleras que llevan a la entrada situada en un callejón de piedra que desemboca en la playa del Canadell. La parte de abajo está compuesta por la suite de mis padres, el salón-comedor y la cocina; las dos alas están separadas por dos enormes planchas de cristal biselado que permiten la entrada de luz natural al recibidor rectangular. Se accede al primer piso desde unas escaleras de piedra que suben rectas hasta una gran planta cuadrada con cinco habitaciones, dos baños y otra escalera metálica de caracol que se enrosca hasta alcanzar la buhardilla donde se acumulan los colchones para invitados ocasionales.
Aquella madrugada estábamos sentados en la mesa de madera rectangular. Las paredes me devolvieron retazos del pasado, cuando las risas de la familia llenaban de colorido el salón. El sofá de tela floreada volvía a ocupar su privilegiado espacio en medio de la estancia, flanqueado por dos grandes sillones de alcántara. En medio, una pequeña réplica de la mesa del comedor descansaba sobre una alfombra de coco clara con el reborde de piel.

Empecé a hablar de repente, como si una musa me dictara las palabras que brotaban de las cuerdas vocales sin atender a un orden premeditado, y, a medida que brotaban, me trasladaban al pasado con la misma intensidad de antaño. Sentía como si toda la información se fuera condensando en mi interior y necesitara exteriorizarse para hilvanar la serenidad perdida en las últimas horas.
-Siempre he veraneado en esta casa. Aquí presenté a Ángel a la familia cuando Mar era apenas una niña y Martí ya había decidido su futura profesión. De pequeño se inventaba robos para investigar pistas y encontrar a un culpable, creo que nació siendo detective….

No hay comentarios:

Publicar un comentario